El San Francisco Homeless

Por Lucas Ranzuglia

Admitámoslo, más de una vez en nuestras vidas hemos pensado en tomarnos una temporada o una tarde de homeless. No me refiero a esos vagabundos perdidos y sucios, sino a los que no tienen casa por elección, los pisa calles cuerdos y despreocupados, los trashumantes que el barrio conoce y que siempre traen una aventura para compartir. Los que se han dado cuenta que el tiempo es muy poco, los que transitan el mundo en bicicleta, o en sus motos, o los que simplemente están felices a pie, los que mantienen su corazón vivo.

Esos homeless tan singulares tienen algo que todos los adultos quisiéramos, pero que solo unos pocos poseemos: total libertad de acción y control del tiempo personal para hacer los que se nos de la gana y por cuanto tiempo queramos hacerlo.

En Lilit, un bar conceptual, creamos un cocktail especialmente para estos adultos, el SAN FRANCISCO HOMELESS. Un cocktail para estos de alma callejera. Para el adulto autónomo que controla su tiempo y sus deseos, que es tan singular que puede jugar a socializar con otros homeless como él, aunque sea tan solo por una tarde. Cómo Quentín Tarantino (si, el de las películas), que decidió por su cuenta y de sorpresa pasar por LILIT a beber uno.

Bernard De Voto nos instruye, ya en 1948, en su libro  “The cocktail Hour”: “…Cuando la tarde se cierra sobre la calle, llega una pausa entre las ocupaciones del día que es conocida como la hora del cocktail, marca la recompensa de la vida…Y no se puede estar solo, se necesita una mujer encantadora y 2 o 3 amigos en sintonía, no más, todos reunidos en una sala suavemente iluminada.  A las 6.00 pm necesitamos acción”.

Bebe como siempre has querido, estira tus piernas y observa el mundo pasar, homeless style. Se sirve estilo “pachita” y en su bolsa de papel estraza (el primer y único lugar en México). Una vibrante combinación de frescos jugos cítricos, vodka Three Olives y el suave sabor a cerveza Lager helada de todas las tardes soleadas.

Cuando necesites conectarte con tu goliardo interior y punta Careyes quede muy lejos, LILIT, de martes a domingo en la Roma. Con tanto homeless por elección, las calles de esta colonia ya nunca serán las mismas.

Yo bailé con Tarantino

Por Nicolás Alvarado

¿La mejor anécdota de mi amigo (y compañero de ridículos en cadena nacional) Pablo Boullosa? Aquella en que, mientras pasea por la calle, se le acerca una creatura del Señor (pongamos que una mujer guapa: así queda mejor), lo atisba, se le queda viendo, deja escapar un gritito extasiado y clama de súbito “¡Noooo! ¡Es usted!”.

Pablo -quien, aunque cartesiano, suele estar bastante cierto de ser él mismo- se limita a sonreír con incómoda beatitud, como para decir “Sí, buena mujer: en efecto, yo soy yo. ¿Acaso usted no es usted?”. Pero he aquí que no, que la chica ya no es la que era antes de verlo, que ha mutado en ser instintivo y primario que no hace sino proferir gritos guturales que, merced a una traducción, querrían decir yoloadmiroyoloquieroyoloamoquéemoción. Pero se recompone lo bastante para lograr una frase inteligible, la única que importa: “¿Me da su autógrafo?”.
La chica hace aparecer una hoja sucia arrancada de un cuaderno de espiral y una pluma Bic sin tapa. Pablo hace aparecer su mejor sonrisa (ésa que luce apenas impaciente) y le contesta que sí, que muchas gracias, que será un placer. Toma la hoja, empuña el bolígrafo, le pregunta cómo se llama. “Ruperta”, quiero pensar que responde la chica. “Muy bien”, anuncia él al tiempo que garrapatea “Pa-ra Ru-per-ta, con el ca-ri-ño de Pa-blo Bou-llo-sa”.

Ya está: devuelve a la suspirante el bien por el que la cree suspirar. Ruperta, extasiada, se lleva la hoja a los ojos y -ojo: aquí viene lo bueno-  ve mudar su expresión de la catatonia extática a la ira profunda: “¡Óigame no! ¡Esto no es lo que yo quería!”. Pablo se contraría. ¿Pues qué querría Ruperta? ¿Un acta de matrimonio? ¿La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano? ¿Un cheque endosado? Para nada. Dejémosla expresar su desazón: “¡¿Pues qué usted no es El Finito López?!”. Ahora resulta que la duda de Ruperta era razonable: su interlocutor era, en efecto, un usted, pero no el usted culpable de todas sus angustias y todos sus quebrantos.
La anécdota habla bien de la chica: miope y torpe, sí, pero por lo menos sabía bien qué quería,
a diferencia de tantos que se topan a alguien que sale en la tele, gritan de emoción, le piden el autógrafo… y ya luego le preguntan cómo se llama. ¿Que por qué hace eso la gente? Lo ignoro -yo mismo nunca he pedido a alguien me firme una libreta- pero especulo: por rozar un momento la fama, por presumir de haber compartido un instante (aun si fugaz) con el famoso (aun si el famoso no habrá de compartir el instante, ya sólo porque jamás lo recordará).
Así, por ejemplo, el lunes pasado, cuando asistí a la inauguración de Lilit, el bar de mis amigos Fernando Llanos y Héctor Falcón, quienes no por encontrarse a la vanguardia del arte contemporáneo están para los trotes concomitantes al punchispunchis, por lo que han decidido promover lo que se antoja una especie en extinción: un sitio donde se pueda beber y conversar.

Muy agradable todo. Muchos amigos. Incluido Guillermo Arriaga, que es buen amigo de Fernando (y por cierto también buen amigo mío) y quien decidió a su vez invitar a un buen amigo suyo, de visita en la ciudad. Yo daba la espalda a la puerta cuando se produjo la entrada más conspicua de la noche pero no por ello me la perdí; ipso facto comenzó a oírse un rumor falsamente quedo: “¿Ya viste, güey? ¡Es Tarantino!¡No mames: Tarantino! ¿Tarantino? ¡Tarantino! Viene con Arriaga, güey. ¡Tarantino! ¡Mira, Tarantino!”.
Y, sí, cuando pasó frente a mí -porque huelga decir que torcer la cabeza para verlo me habría parecido una majadería-, pude constatar que, en efecto, era Quentin Tarantino. A quien admiro mucho (snob que soy, diré que mi favorita de entre sus películas es Jackie Brown) y con quien acaso me habría gustado conversar, pero no desde la identidad -si es que eso es una identidad plausible- del fan. Mientras las hordas se abalanzaban hacia el rincón que presidía el gringo, con los “¡Guillermo, preséntame a tu amigo!” como ruido de fondo, di el último sorbo a mi copa, tomé mi gorra, me levanté, salí a la acera, entregué mi boleto al valet parking. Mientras aguardaba yo a que me trajeran el auto, sentí una palmadita en el hombro: era Arriaga, solo. “¿Qué ya no saludas, Alvarado?”. “Pues es que tú ya sólo te codeas con las estrellas, maestro”. Risitas y abrazo tronado, sincero. Le agradezco la deferencia. Es un caballero. Pero -qué remedio- yo también.

Publicado en el su sección «Espíritu de contradicción» en el periódico «El Universal».
29 de octubre de 2010