
Por Rodrigo Márquez Tizano
A los bebedores de Lilit, porque no rompan las copas.
Existen, fundamentalmente, dos tipos de borracho. Los que hablan y los que deciden quedarse callados. Estos últimos en ocasiones ni siquiera eligen y son las condiciones las que los hacen desfallecer, perder el sentido o quedarse dormidos. Hay algunos que bajo la sombra de la ebriedad se pierden en un mundo infinitesimal e inaccesible para el resto de la humanidad. Entran en comunión con su trago y nadie sabe ni tiene por qué saber lo que se discute en semejante intimidad. De entre los borrachos que hablan, se desprenden a su vez dos subramas: los que caen bien y los que uno desearía enrolar en el saco de los silenciosos. Estos últimos son inaguantables por muy diversos motivos. Los hay inoportunos, peleoneros, advenedizos, románticos, chillones, gorrones, gesticuladores, ligones, acuáticos (grave especie: los que al manotear salpican a quien tengan enfrente) y exagerados, entre muchas otras variedades. Estas condiciones son intercambiables y pueden surgir en los momentos menos pensados. En realidad, la mezquindad y la infamia se manifiestan a pesar del alcohol y nunca por él, por lo que la función de nuestro depurador social por excelencia se limita a desnudar fariseos y a exponerlos en la plaza pública de las desgracias. Se bebe como se es. Lamentablemente la justicia del alcohol es tan vaga e inexacta como la de los hombres: he visto a más de un hijo de mala madre zafarse milagrosamente de resacas que a uno, siempre probo, le duran años.
Al final, el castigo suena más riguroso de lo que resulta en realidad: no es cruz sino de malas personas el poner en duda la entereza de un hombre que ha dejado de serlo con tal de sumarse a cierta conciencia colectiva (más bien nebulosa) y disfrutar así de las múltiples personalidades que el néctar ofrece. Eduardo Chamorro comienza así su Galería de borrachos: “Ningún bebedor es un don nadie, aunque haya un montón de donnadies tragando alcohol”. Si partimos a la francachela con esta premisa es posible que lleguemos noche a noche a buen puerto, de lo contrario, nos amargaremos la vida intentando encontrar a los contertulios ideales. Este hallazgo, así como el del alma gemela, la media naranja y la fuente de la eterna juventud, no puede ser y además es imposible. A estas alturas de la vida, una búsqueda de tal envergadura incluso es ridícula. El buen bebedor bebe con quien tenga a mano y debe preocuparse antes por la calidad del vino ingerido, que por la calidad humana que lo acompaña. Esto responde a una verdad universal: el vino es estable, el hombre no. ¿Cuántos borrachos conviven en el interior de un borracho? Hasta el más distinguido hidalgo puede acuartelar bajo la dermis a un indecoroso bellaco, esperando el trago que lo haga surgir de entre la carne. Por más que se intente, nunca se tiene la seguridad de con quién se bebe. Está fuera de nuestro control: el carácter se vuelve impreciso, los convicciones se tambalean, los juicios se pronuncian en órbitas indescriptibles. Esto, por supuesto, es responsabilidad del hombre y nunca del líquido. Éste se limita a funcionar como mobiliario de la imaginación. Aún así, el borracho es digno porque se sabe equívoco. Quiero decir con esto que la indulgencia entre bebedores es franca y llega con prontitud: si somos un país de memoria reducida, esta característica se agudiza entre quienes disfrutamos de los efluvios alcohólicos.
Pero volvamos a los borrachos que hablan y además caen mal en clave exagerada. Es durante las crudas que sus efectos perniciosos se extienden con mayor alcance y saña. Quizá sea porque aún más peligroso que el hombre que habla cuando está borracho es aquel que durante la sobriedad narra sus borracheras. La épica de un bebedor en descanso es siempre sospechosa. Tira de anécdotas que a nadie hacen gracia, utiliza números a todas luces ficticios, y se empeña en hacernos partícipes de una ebriedad simulada y narrada en pretérito, sin lograr su cometido. Las parrandas son sólo enriquecedoras si uno está allí de primera mano, o en su defecto se las lee a Fitzgerald, pero de ningún otro modo. El exagerado además comete el agravio de contabilizar sus tragos, (en formato copa/horas los de ligas menores, a manera de botellas y días, los más experimentados) como para intentar justificar su festivo comportamiento. Aquel que cometa la mezquindad de contar lo bebido, sea cual fuere el móvil, peca de ignominioso y bocazas. Este tipo de conteos debe siempre hacerlos un tercero y con fines puramente deportivos, nunca por jactancia o vanidad. Se dice, por ejemplo, que el poeta Li Po pasó más de cuatro meses encerrado en una taberna, escondido del Emperador, quien había recibido visitas oficiales y solicitaba sus servicios para divertir a sus invitados. Li Po rechazó la propuesta y tuvo que ser la guardia imperial la que lo sacara, no con delicadas maneras, de la tasca a la que había encomendado su cuerpo. Va una personal: mi socio en el Felina, Roberto Francia, solía tomarse tranquilamente once vodkas (o al menos eso cuenta la leyenda) cada vez que pinchaba en el Centro Cultural de España. Cabe destacar que en ninguna de dichas ocasiones lo vi perder el control. Existen, sin embargo, marcas más siniestras. Se dice de Dylan Thomas que no murió en el hospital de St. Vincent debido a una mala administración de morfina (el médico confundió una infección pulmonar con los efectos del delirium tremens) sino que fue poco antes, en la bacanal donde acuñó su famosa frase: “I’ve had eighteen straight whiskies. I think that’s the record”. He leído versiones donde se la cifra ha alcanzado hasta cuarenta y tres o se ha cambiado el whisky por martinis, pero creo que el punto ha quedado entendido.
* Dibujo de Fernando Llanos.